Al parecer sólo los argentinos, o acaso también los uruguayos, comprendemos la esencia del dulce de leche y, más aún, la esencia del alfajor. Al menos esa impresión me dejaron las experiencias que tuve con un alfajor brasilero, de Río de Janeiro, y otro chileno, de no sé qué ciudad. Revisemos primero el carioca.
Les habrá llamado la atención que en el lugar del envoltorio donde habitualmente aparece la marca del alfajor, acá simplemente aparezca el nombre genérico del producto: “alfajor”. Es como si a los cuchillos se les imprimiera la leyenda “cuchillo”, a las manzanas “manzana” y a las personas “persona”, al mejor estilo Alejo y Valentina, o, retrocediendo un poco más, Repo Man. Y fíjense en otro detalle de la envoltura: dice “relleno con sabor a dulce de leche”. ¿Qué onda? Ya lo averiguaremos.
En fin, lo que demuestra este curioso hecho es que es un producto pensado para gringos, para turistas que vienen a Latinoamérica con la idea de que el alfajor es moneda corriente en todo el continente, como tantas otras excentricidades del folklore for export. Al alfajor Alfajor que aquí vemos, de hecho, ni siquiera lo compré en un kiosco —en Río de Janeiro no venden alfajor en los kioscos; es más, no existen los kioscos como acá los conocemos, sino que suelen ser puestitos ambulantes—, lo compré en un local en cuyo nombre figuraba la palabra “cacau”, y ya no recuerdo qué más, que a todas luces era muy careta. Pero no quería venirme de allá sin un alfajor para reseñar, y me traje el único que vi.
Esta extraña creación que decidieron llamar “alfajor” es más cara que un Cachafaz (cinco reales) y más pequeña que un Jorgito en miniatura. Y sin embargo tiene algunas características interesantes. La cobertura, por empezar, es de chocolate verdadero. Y tiene una cantidad de licor sin parangón en el mercado argentino. El único alfajor porteño al que le percibí algo de licor es el Suchard (e imagino que el Cabsha deberá tener, también, aunque todavía no lo encontré en ningún kiosco), y su cantidad era mucho menor. En cambio acá su presencia es palmaria y protagonista desde el principio. Le queda muy bien, debo decir. Por lo demás, es una cobertura de un grosor correcto, amarga, rica, y con un buen quiebre. Es el punto álgido de este alfajor «minimalista».
Pero al morderlo sentimos algo raro: pareciera un caramelo, un Lengüetazo, algo así. Me costó descifrar el motivo, pero por fin comprendí que es el singular relleno “con sabor a dulce de leche” el culpable de tan curiosa mordida. Claro, ¡fora Témer: esto no es dulce de leche! Más bien tiene una consistencia similar al de la golosina Vauquita (no al alfajor). Indignante.
Ya podrán imaginar que este inaudito relleno, que de dulce de leche tiene poco y nada (lo salva solamente el licor, que sigue presente), arruina en buena medida lo que, a pesar de todo, parecía un producto interesante. De la galletita no puede decirse demasiado; no tiene mucho gusto pero sus partículas son pequeñas y húmedas, a la manera del Cachafaz, y eso está muy bien. Como golosina, y ya no como alfajor, este producto, por su excelente fusión de chocolate y licor que perdura mucho rato en el paladar, tiene muchas virtudes.
Si la experiencia del coso brasilero no era propiamente la de un alfajor, mucho menos se parece a un alfajor el coso chileno. Más bien es una masita seca con una desoladora capa de dulce de leche. Y para colmo de males, lo llaman “manjar”. Aquí deberíamos habernos detenido. No iba a funcionar. Pero, tercos, insistimos.
La presentación de este alfajor es muy hermosa, eso hay que decirlo. Si no me equivoco, el formato es bastante común entre los alfajores chilenos. Pero, sea como sea, deslumbra al ojo acostumbrado a la golosina porteña. Hay que agregar también que, como verán, también es un alfajor chiquito, aunque mucho más alto y sólido que el brasilero.
El Entrelagos “artesanal” (vaya Dios a saber por qué decidieron llamarlo “artesanal”) huele a naranja y a chocolate. Un gran aroma, sin dudas, que en los alfajores de acá nunca había sentido. La combinación de naranja y chocolate es más o menos conocida entre esos chocolates que pueden comprarse en el free shop, pero de ahí a que esté en un alfajor hay un gran trecho, y en realidad habría que considerar si puede combinarse satisfactoriamente con el dulce de leche. A priori diría que no.
La cobertura, creería yo —no dice en ningún lado—, es de chocolate real. Y si no lo es, se trata de un gran baño de repostería. El sabor de este chocolate es excelente: amargo y anaranjado, con mucho cacao. Su consistencia, sin embargo, es bastante rara: si bien en algún punto se quiebra, porque es demasiado gruesa, resulta más blanda o más frágil que en la mayoría de los casos. Probablemente funcionaría mal con una galletita típica de alfajor porteño, pero en este caso no había muchas más opciones.
Es que la protagonista de este “alfajor” chileno es la galletita. Por eso digo que se parece una masita seca. Partirlo a la mitad y conocerlo por dentro es morir un poco. Sólo vemos dos tapas enormes, muy duras, como de alfajor de mousse, con un notorio gusto a naranja, ralladura de limón y partículas de tamaño disímil, lo que deja un efecto interesante. De casualidad podemos sentir algo de dulce de leche, que parece ser ultra repostero, más rígido que una piedra. Si luego de hacer malabares con la lengua logramos percibir su sabor, notamos que es más o menos intenso, pero para eso hay que tener mucha suerte. Resumiendo: como alfajor es un desastre; como masita seca, está bueno.
No sé si todos los alfajores chilenos desprecian al dulce de leche de esta manera. Creería que no. Tampoco sé cuál es el status del Entrelagos, si se vende en kioscos o es medio gourmet. Son datos de los que todavía no dispongo. Una cosa es segura, en todo caso: el alfajor es argentino.