Hace un par de meses estuve en Puerto Madryn pero, por algún motivo que aún no comprendo bien, traje varios alfajores y ningún Memorable, lo cual luego se revelaría como un error, dado que los que sí probé resultaron, en mayor o menor medida, malos. Y habría sido, además de un error, un error imperdonable, si no hubiera intervenido, en este punto, como burlándose del destino —y haciéndome ver, con severidad paternal, mi error, y remendándolo, también, con amor maternal—, Mauro Giannandrea, es decir, el mismísimo creador de los alfajores Memorable, que desde Trelew me envió a Buenos Aires, un mes después de mi viaje, dos cajas: una de alfajores de fruta y otra de alfajores de dulce de leche y tortas galesas (adviértase que cerca de Trelew se ubica Gaiman, una localidad de fuerte influencia galesa, a la que por cierto asistió, como bien se encargan de recordarlo los propios habitantes de la localidad, la genial princesa en mala hora fallecida Lady Di, o bien Diana de Gales, y se pidió un té, justamente, en una Casa de té, que todavía hoy conserva el saquito de la princesa, o al menos eso dicen porque yo salí ahuyentado al conocer los precios y no pude verificar en carne propia el simpático rumor).
Este blog ya lleva un largo camino recorrido y doy por hecho a esta altura que los lectores creerán en mi honestidad, pero de todas formas aclararé expresamente que las opiniones tan favorables que a continuación verteré no se relacionan con el sentimiento de gratitud (que obviamente existe) hacia nuestro Mauro. Dicho esto, zapatero a tus zapatos, hablemos de alfajores.
El alfajor propiamente dicho, o sea, el redondel comestible, como es sabido ya, viene usualmente envuelto en un paquete, que a menudo resulta muy singular y muy llamativo, especialmente en los kioscos, en donde estéticas quedadas en los ’60, como la del Capitán del Espacio o la del Jorgito –más allá de alguna modernización mínima–, conviven con estéticas plenamente neoliberales, mucho más impersonales y aburridas, a mi juicio, y con otras argentinas pero feas, como la del Vauquita, o argentinas y refinadas pero también impersonales, como la del Cachafaz, que es desde luego una copia de la del Havanna. Esto es sabido.
Pero las marcas caras, empezando por Havanna, fabrican a su vez cajas de seis o doce alfajores, para vender en locales exclusivamente de la empresa, y vuelcan también allí toda su estética particular. En algunos casos, no es más que una extensión previsible del mundo visual del alfajor; pero en otros, y acá se introduce el Memorable, las cajas revelan un trabajo minucioso, un detallismo obsesivo. Vean ustedes:
¿Llega a advertirse? Tanto las representaciones de los alfajores, como el logo mismo, se hallan en relieve (no encuentro otro modo de describirlo; uno pasa el dedo y percibe una elevación tridimensional); y no sólo eso, sino que, como exclamaría un niño, ¡tienen brillitos! No es para menos.
El otro rasgo notable de la caja de Memorable es su mecanismo de apertura; no es cosa simplemente de levantar la tapa superior, sino que se trata de un sistema de ranura, por el cual la parte de arriba se adhiere a la de abajo haciendo encajar como un apéndice, una tirita de cartón sobresaliente, en un huequito destinado precisamente a eso, a recibirlo, a acogerlo. Magistral.
Ahora, bien podría haber ocurrido que, como se dice, las apariencias engañaran, y que tanto cuidado en los envoltorios tuviera como único fin concretar la venta, para luego soltarle la mano al consumidor, que una vez solo en su casa asistiría a la demolición cruenta de todas sus expectativas. Pues no. Por suerte prevalece la coherencia: la caja y los alfajores son ambos de muy buena calidad.
Qué extensa me está quedando esta reseña, y eso que hasta aquí sólo acumulé datos de color. Por suerte, si bien tengo unas cuantas variedades por describir, todos los alfajores Memorable comparten varias características, a saber, el tipo de cobertura y la clase de galleta. O sea que voy a definirlas una vez y ustedes las aplicarán mentalmente a todos los casos. Recuérdenlo.
Todos los alfajores Memorable pesan 90 gramos; una cifra descomunal, sin dudas, si tenemos en cuenta que la mayoría de los alfajores triple no superan los 80 gramos (ellos lo promocionan así: «solamente nuestro relleno pesa lo que la mayoría de los alfajores simples»). Ahora, cosa sensacional, a pesar de este gramaje inaudito, los Memorable conservan intacta su sobriedad, su delicadeza.
El chocolate: el chocolate no es bueno, a mi parecer. La cobertura es muy gruesa y su consistencia perfecta, pero el sabor tiene poco de cacao: mucha azúcar, en cambio, y poco gusto. Un error parecido al que cometían los Guolis, ¿recuerdan? Por lo demás, produce este chocolate un efecto que quisiera destacar: cuando uno lo muerde, la cobertura, que rodea todo el alfajor, se quiebra precisamente en la mitad horizontal del redondel (en las comisuras), dividiéndose en dos, y provocando que las dos mitades se alejen o tiendan a alejarse en direcciones opuestas, es decir, formando un ángulo casi recto entre sí. El resultado es positivo, la sensación es grata.
La galleta: la galleta es una de las mejores que probé en mi vida. Ante todo, porque tienen un sabor peculiarísimo, que según Mauro Giannandrea (qué lujo, preguntarle al inventor) corresponde a un toque de coñac, «receta familiar». Probablemente sea eso; en cualquier caso, es imposible dejar de notarlo, y está claro que constituye la impronta de los alfajores Memorable, porque invade, al mismo tiempo, cobertura y relleno, sea éste de fruta o de dulce de leche.
Pero no sólo es la galleta del Memorable una de las mejores que probé en mi vida. Su textura es ejemplar. Humedad, ante todo. Y luego, una gran demostración de cómo, sin volverse bizcochuelo, puede una determinada masa estar compuesta de partículas lo suficientemente rígidas, crocantes, pero entre las cuales circule aire. Y eso todo lo que puedo dar: si desean una descripción más vívida, busquen otro redactor o cómprense los alfajores.
Y ahora, superada la sección eminentemente verbal, es momento de pasar a la preferida de chicos y grandes: la visual, aunque no descartaría que ya ustedes, haciendo girar con impaciencia la ruedita del mouse, se hubieran adelantado.
Esto que ven aquí, diría un guía turístico, es el alfajor Memorable de saúco. ¿Qué es el saúco? El guía turístico no sabe. Yo tampoco, pero siempre puedo guglear. Además de la materia prima de la varita mágica de Dumbledore (eso no hizo falto guglearlo), el saúco es un árbol cuyo fruto homónimo tiene la forma de una uva y la negrura de un abismo.
Díganme ustedes si no es ésta una imagen digna de ser recordada; si el brillo oscuro del saúco no ejerce una cierta fascinación misteriosa. Y sumémosle, a la impenetrabilidad de este negro tan denso, la extrañeza de un sabor turbulento, mezcla de higos, ciruelas y pasas de uva.
En comparación, la mermelada de frutilla, que aquí vemos, es todo claridad, todo candidez, un soplo de aire fresco. Además de ser rica y muy dulce, el agror hace un buen contraste con el chocolate; si el resto de los alfajores de fruta Memorable pecan en general de cierta intrascendencia, cierta flojedad en su sabor (característica por excelencia del grueso de los alfajores de fruta, por lo demás), el equilibrio en el alfajor de frutilla está más que logrado. Y no perdamos de vista que la proporción de mermelada, en este caso particular, parece ser mucho mayor.
Quisiera destacar últimamente este alfajor, el de rosa mosqueta, que me emocionó por dos motivos: en primer lugar, porque me descubrió la existencia de la fruta en sí, que hasta donde alcanzaban mis conocimientos no era más que una flor (ahora resulta que traía fruto).
Luego me conquistó por razones intrínsecas, digamos así. Por su textura, espesa y sedosa, y por su sabor, de una acidez sutil y profunda (piensen en un durazno, mil veces perfeccionado) y capaz de neutralizar esa especie de incompletud o ligereza que suelen padecer los alfajores rellenos de mermelada. Todas las creaciones de Memorable son, como indica el título de la reseña, una verdadera reivindicación del siempre discutido alfajor de fruta, pero ninguna lo es tanto como el de rosa mosqueta.
En fin, la novedad en cada caso está introducida por la mermelada, por su gusto y consistencia particular. El resto de los componentes permanecerá inmutable, incluso cuando el relleno sea de dulce de leche.
La colección frutal se completa con uno de calafate, otro de boysemberry y otro de frambuesa.
No en despecho de lo dicho anteriormente deberé confesar que, pese a todo, el alfajor más digno de recordación, el más memorable entre los Memorable (perdón), el más acabado, es el de dulce de leche.
Es como si el dulce de leche viniera a calzar en un engranaje de chocolate y galleta que, para empezar a funcionar, aguardaba esa última pieza clave, porque solamente su potencia y dulzura, suave pero no vaga, y su cremosidad bastante líquida, podía revitalizar la estructura cobertura-masa, un poco yerta hasta su aparición.
Equilibrio y singularidad, las dos virtudes esenciales del buen alfajor, priman en el interesantísimo Memorable de dulce de leche.
Y a modo de coda, para concluir, debo mencionar la torta galesa, rara síntesis turística de una creación autóctona.
Todavía creo estar aspirando la fragancia alcohólica de ese licorcito increíble. Le pedí a Giannandrea que me describiera el proceso de elaboración: «Se maceran las pasas de uva, nueces y fruta en licores y especias. Ese proceso de macerado es el que le da el sabor original, la humedad y la durabilidad.»
Si esta fuera una fábula, la moraleja debería resumirse en tres conceptos: que a los alfajores de fruta se los ha de respetar; que el sabor local resulta extraordinariamente enriquecedor cuando encuentra un modo adecuado de expresarse; y que el licor, coñac o lo que sea, la esencia o extracto, cumple un papel indispensable en todo alfajor que valga la pena.