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Lo que vale es la intención

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En esto de los alfajores, como en todo, siempre es tentador, casi instintivo, ponerse del lado del más débil. Al Jorgito se lo exalta mucho. Demasiado, para mi gusto. ¿Y por qué? Porque es un alfajor de pueblo. Es entendible. Pero yo, al menos yo, tengo mi límite. Y ese límite se llama Guaymallén.

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48 gramos, 170 calorías. Modesto.

De todas maneras tenía ganas de hincarle el diente a esta versión prémium (tsunami de comillas) del modestisísimo Guaymallén: el Guaymallén “de Oro”.

A decir verdad, no está al nivel ni de un Jorgito ni de un Capitán del Espacio ni de un Terrabusi. Está un escalón más abajo que todos ellos, aunque es claramente mejor que su versión cotidiana. El olorcito, igualmente, es el mismo… ¿Cómo no reconocerlo?

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El gran fuerte de este alfajor está en su cobertura, lo cual sorprende un poco. En general los alfajores baratos pecan en ese aspecto. Sin embargo, ésta es crocante, razonablemente gruesa y, hay que decir, con un gustito amargo bastante aceptable. Lejos está de ese espantoso baño de repostería que se te pega a las muelas.

En lo demás, el Guaymallén es bastante malo. Si bien su capa de dulce de leche es muy generosa, la calidad es floja: una pasta de consistencia extraña y sabor vago.

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Así y todo el alfajor zafaría bastante si las tapas fueran mínimamente húmedas. Pues no: dos galletitas bien resecas y con gusto a cartón (bien logrado, hay que decir) estorban y menoscaban la experiencia que, de todas formas, resulta interesante. Sin embargo se vende mucho más caro de lo que debería venderse y se consigue en pocos kioscos. Bajo esas condiciones, no vale mucho la pena.