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Los silenciosos alfajores de San Martín

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Buen nombre de banda indie, ¿no? En fin.

Las madres suelen decir, y a menudo aciertan, que uno encuentra las cosas cuando no las busca. Yo, por ejemplo, una vuelta guardé mucha plata en mi casa y cuando la necesité olvidé dónde estaba. La encontré meses después, devaluada casi en un 50%. Mal momento para olvidarse del escondite del dinero, la revolución de la alegría.

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Como sea: algo parecido ocurre con los alfajores. Caminaba por Villa del Parque cuando pispeé una vidriera de kiosco —hábito ya naturalizado desde que mantengo este blog— y creí ver dos alfajores de cara desconocida. Desde esa distancia no podía estar seguro de que fueran, efectivamente, la golosina anhelada, ni mucho menos de que no fueran de maicena o de esas variedades de las que por ahora no nos encargamos. Me la jugué. A dos por $18, relucían los ignotos Alfapampa. Me los llevé, por supuesto, intrigado.

En el viaje de vuelta luché contra la terrible tentación de devorármelos ahí mismo (“y que el blog se vaya a la puta que lo parió”, decía mi diablito o mi ángel o mi yo o mi superyó o quien sea que habita en mi cabeza) cuando busqué en el envoltorio la ubicación de la fábrica. Para mi sorpresa, son de Buenos Aires, del partido de San Martín, contrariamente a lo que inducía a pensar el motivo de pulóver andino de su envoltura. Muy nuevos no son, sin embargo. Pero tampoco tienen mucha difusión. Extraño, ¿verdad? Sea como fuera, me dispuse a analizarlos.

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Hay unas cuantas similitudes, quizá demasiadas, entre el alfajor blanco y el negro. Ambos pesan 60 gramos y, curiosamente, aportan la misma cantidad de calorías: 227, número por cierto bajo para un alfajor de este tamaño. Además en el paquete dice no tener grasas trans. No es que sean dietéticos, pero tal vez son más saludables que la mayoría.

Primero le tocó el turno al blanco. Su aroma es un tanto más intenso que el de la mayoría de los alfajores de su tipo. Parece tener una grandísima cantidad de vainilla o de algo así. La cobertura es de baño de repostería y su sabor no es particularmente destacable, aunque sí resulta excepcional su cantidad y su forma de quebrarse. En ese sentido, se asimila al My Urban (puede identificarse esta clase de alfajores porque se les separa fácilmente su cobertura), pero está mejor, tal vez porque hay más espacio entre capa y capa, no es tan compacto.

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Por eso, y porque tiene una muy buena cantidad de dulce de leche, en líneas generales el Alfapampa de chocolate blanco está bastante bien.

Ya la calidad de los componentes es otro tema: el dulce tiene un color bastante claro, como verán, y por lo tanto es más suave que la mayoría, lo cual no está necesariamente mal (¿tendrán algo que ver las relativamente bajas calorías y la ausencia de grasas trans?). También es cremoso, pero si nos ponemos exquisitos advertimos que su consistencia es algo pastosa y que en la boca forma pegotes indeseados.

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Clásico caso de alfajor que hace uso de elementos relativamente baratos pero los combina para que el resultado sea decente. La galletita da la misma sensación: es un poco más seca de lo ideal; no tiene mucho gusto pero sí un profuso olor a vainilla.

Lo del alfajor de chocolate es bastante peor. Se puede hacer un alfajor blanco decente con componentes no muy buenos, pero hacer uno negro en estas condiciones es mucho más complicado. Tal vez los fabricantes de Alfapampa sabían eso y se resignaron. Sencillamente le cambiaron la cobertura y se lo encomendaron a Dios.

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¿Lo abandonaron en la puerta de un convento con una notita anónima?

Capaz estoy siendo cruel. Hay algunos cambios además del color de la cobertura: la galletita es apenas más amarga. Y no mucho más, a decir verdad. El problema es que no logra intensidad en ninguno de sus elementos. La cobertura, también de baño de repostería, es mala, y si bien tiene un buen quiebre, es un poco peor que el del blanco. Su sabor deja muchísimo que desear: hay un dejo amargo y algo de limón pero sólo por compromiso con el formato. Luego es excesivamente dulce y artificial, y ni hablemos de que perdure en la boca. En un alfajor negro este tipo de errores no se perdonan.

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Tampoco puede perdonársele el dulce de leche. ¡Es igual al del blanco, igual de suave! El resultado final es un sabor completamente falso y terriblemente berreta para lo que se espera de un alfajor negro. Nos deja un gusto indefinido, contradictorio, evidente resultado de mezclar componentes propios de un alfajor blanco con otros de alfajor negro. Se puede comer, claro, y nos va a deparar algo de placer, porque la consistencia sigue siendo buena y el dulce de leche es abundante. Pero el gusto es definitivamente malo; falla casi tanto como el Recoleta, con ese desconocimiento total de lo que debe ser un alfajor.

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