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Goce estético

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Que los alfajores muestran un costado visualmente atractivo, y que contribuyen al deleite estético, es algo que en mayor o menor medida todos tenemos claro. Pasa con la comida en general. De ahí las asociaciones tan recurrentes entre gastronomía y pornografía, y ese sentimiento un poco cercano a la lascivia o al morbo (y a la secreción de fluidos de distinta naturaleza pero en cierto sentido semejantes) que solemos experimentar al toparnos con determinadas fotografías subidas de tono, excitantes: formas redondeadas, sustancias que chorrean, prominencias descomunales, excesos, en fin, estimulan a menudo el aparato digestivo y el aparato genital. Hay, por supuesto, distintos tipos de belleza, y la que se vincula a la obscenidad (la pornográfica, #foodporn, todo eso) constituye sólo una de ellas. Después está la belleza Tumblr, un poco más refinada y pretenciosa, tanto en lo que concierne a la comida como al porno, y otros tipos de belleza más.

Los alfajores, como parte integrante del grupo de alimentos grasos y azucarados, que son los que mayor avidez despiertan, pueden clasificarse siguiendo estos mismos parámetros. Así que no sonará loco que afirme que de todos los alfajores que tuve ocasión de manipular personalmente, éstos que me mandaron de Santa Clara del Mar son sin lugar a dudas, como podrán constatar ahora mismo, los más sensuales de todos.

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Estoy hablando de los alfajores Armandine D’Ouzouville, tal es el exótico nombre de estos alfajores geniales. (Había empezado ya a fantasear con distintas identidades posibles para la intrigante Armandine hasta que supe que ése era el nombre de la bisabuela francesa de la creadora, Susana Araya. En todo caso me parece lo más indicado elevar a la señora Armandine al pedestal de nuestros próceres alfajoreros).

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Como sea, Susana Araya fue la fundadora, durante el fatídico 2001, de esta pequeña empresa familiar de Santa Clara del Mar, ubicada en la calle Puerto Rico al 430 (acá más precisiones), y es quien hoy se encarga, junto a su madre Sylvie Chedeville, inventora de la receta original, de preparar con sus propias milagrosas manitas los prodigiosos alfajores. Y aunque hasta hace poco para conseguirlos hacía falta visitar obligadamente la fábrica, parece que ahora es posible conseguirlos en Capital Federal y Zona Norte. Más información, aquí.

El caso es que me contactaron por Facebook y me enviaron ¡dos cajas, veinticuatro alfajores!, que durante un par de semanas me mantuvieron sobresaltado, extático. Como loco.

¡Veinticuatro alfajores distintos! Uno de cada gusto, con dos o tres repeticiones. Y no eran sabores tradicionales en absoluto. Las disimilitudes eran radicales. Los había de chocolate, dulce de leche, chocolate con leche, coco, almendra, nuez, membrillo, durazno, frutilla, manzana, granizado negro, granizado blanco, menta, mousse de frutilla, sambayón (!), mousse de chocolate, maní, café, mousse de limón y banana split. Lo juro. Y esto implica confeccionar tres coberturas (chocolate negro, chocolate blanco y glaseada), tres o cuatro galletas de distinta naturaleza, e innumerables rellenos. Las grandes empresas suelen limitarse a fabricar cinco o seis versiones distintas, como mucho. ¡Imaginemos el esfuerzo que requiere!

Cuando empecé a revisar las fotos, hallé ante mí imágenes tan elocuentes, tan expresivas, que me pareció un sacrilegio mancharlas con palabras. Así que esta reseña será diferente. Imaginemos que vamos recorriendo un museo, admirando finas obras de arte, y que el guía, sabiamente, se mantiene en silencio; acompaña sólo con sus pasos apagados y se limita exclusivamente a acotar la información elemental. Comencemos.

Sobre éste me permitiré hacer un comentario. Ya dije que era perfecto, y eso se debe a que la cobertura es de un chocolate semi-amargo situado en el justo punto medio entre el amargor y la dulzura, de la intensidad necesaria para contrarrestar el dulce de leche arrollador, y envolver y persistir en el paladar; a que el dulce de leche, que es artesanal y traen de Mar del Plata, además de ser riquísimo tiene una textura líquida más que interesante; y a que la galleta es totalmente húmeda y apelmazada, dos virtudes que difícilmente puedan alcanzar los alfajores industriales. El carácter artesanal de los Armandine es muy evidente. Para bien.

También quisiera agregar que a los veinticuatro alfajores yo les percibí un fondo común como de cierta esencia, o cierto licor, imposible para mí de describir, y que los propios fabricantes han negado utilizar; es posible, pero la mismísima caja despedía un olor particular que luego aparecía individualizado en cada alfajor; no descarto, incluso, la posibilidad de que esa «esencia» no fuera otra cosa que algún líquido derramado por equivocación durante el traslado; pero en todo caso, mi experiencia con los Armandine, ya no puede desligarse de las consecuencias del presunto derramamiento. Y además, todo gran alfajor debe inscribirse en un perfume particular que les confiera su personalidad definitiva. El Cachafaz con su agua de azahar es el caso más emblemático, ¿y quién confundiría el extracto de limón del Jorgito? Los Armandine, voluntariamente o no, obedecen a esta máxima.

Si el otro era de chocolate semi-amargo, éste es de chocolate con leche. Y fíjense qué buen criterio tienen que modifican, asimismo, la galleta. Otra máxima que respetan. En este caso es de vainilla.

Me llamo a silencio. ¿Pero vieron qué belleza?

Por cierto, en el verano Telefé les hizo una nota. Link.

Uno creería que variedad tan grandiosa iría en menoscabo de la calidad. Pero, en general, tampoco sucede. Aunque es cierto que, dentro de la impresionante pluralidad de Armandine, es posible hallar algunos alfajores un poco más vulgares y perfectibles, como los de mousse de limón y frutilla. En estos casos, el relleno era un tanto infantil, muy similar al de las viejas Trakinas, ¿recuerdan?

Claro que la redención llegó fácilmente. El alfajor de sambayón fue mi favorito, aunque no tanto porque realmente supiera a sambayón (francamente no pude identificarlo, tal vez un dejo contenido en el dulce de leche).

Cada vez que desenvolvía un alfajor, sentía renacer la fascinación infantil por lo imprevisible, esa que aguijoneaba sin ir más lejos el Huevo Kinder. Sólo que la sorpresa, en este caso, era comestible, y por lo tanto, doblemente gratificante.

Una especie de dulce de leche con pasta de almendras.

De los alfajores más logrados. Su galleta es dura, con ralladura de coco.

De nuez y de maní. El de nuez, impecable. El de maní, un poco grosero: su relleno es literalmente de pasta de maní. A mí me resulta demasiado dulzona.

No quisiera pecar de fundamentalista, pero debo insistir en que la diferencia existente entre los alfajores artesanales y los industriales es demasiado notoria, sobre todo en lo concerniente a la masa. Su ternura, su suavidad, sólo pueden imitarla, a medias, unas pocas empresas, como por ejemplo Havanna.

Y por último, aunque no por eso menos importante (mentira): los alfajores de fruta. Tanta delicadeza no sobrevivió al viaje, y las coberturas empezaron a descascararse. De todas formas el sabor reconcentrado de las mermeladas (que siempre tienden a la fermentación y a lo alcohólico, ¿no?), en tándem con la masa, da como resultado alfajores geniales.


Me despido, amables visitantes. Creo haber aportado suficientes testimonios como para probar que el de los alfajores Armandine D’Ouzouville (ésta es su página de Facebook) es uno de los casos más destacables del mapa alfajorero nacional. Cuando emprendamos el alfa-tourcomenzaremos por Santa Clara.