Los alfajores Fuego constituyen por sí solos el mejor alegato en defensa del modus faciendi artesanal. Lo que, contrariamente a lo que uno supondría, es una rara excepción. La mayor parte de las panaderías nos engañan vilmente cuando, desde sus escaparates, gigantescos mazacotes de maicena y ladrillos triplemente cubiertos de baño de repostería le guiñan el ojo al famélico cliente, queriendo sugerirle con sus proporciones desmesuradas y su completa desnudez que están recién hechos. Puede que lo que estén, como puede que tras varios meses de sequía se hayan vuelto un mero elemento decorativo. Eso no interesa. Pongamos que sí están recién hechos, y que, todavía más, fueron elaborados en la trastienda misma de la panadería. Eso sólo supone una artesanalidad parcial.
Que sea una mano humana o un rodillo mecánico el que dé forma a las tapas del alfajor tiene poca importancia. Salvo, quizá, para algún bohemio enamorado de la imperfección. Además, la óptima distribución de las dosificadoras de dulce de leche favorece la equidad y disminuye el riesgo de que a un consumidor a le toque por una arbitrariedad del destino un alfajor con un 50% menos de relleno que a un consumidor b. Por último, la supresión de la intervención directa del homo sapiens en el proceso de fabricación permite eliminar de raíz las chances de encontrar un pelo en la comida, hecho atroz que, como sabemos, podría generar el rechazo crónico del género de alimento en cuestión (en el caso más fatal: no comer más alfajores de por vida).
Las ventajas del modo de producción artesanal residen, por lo tanto, en otro aspecto: el libre uso de las materias primas. A los fabricantes industriales, razones operativas y exigencias sanitarias los obligan a emplear ingredientes de bajo riesgo microbiológico, lo que tanto literal como metafóricamente les succiona la vida a sus productos. A los panaderos nadie los obliga a nada, pero buena parte de ellos opta por trabajar con premezclas elaboradas a gran escala por grandes compañías alimenticias. Así, contraen los vicios de la producción en serie sin beneficiarse de su método. Se quedan a mitad de camino: toman lo malo de lo artesanal —el riesgo capilar— y lo malo de lo industrial —el exceso de químicos, la falta de vida y de sabor— y desechan lo bueno.
Los alfajores Fuego se hacen en una cocina doméstica, lo que los resguarda de las deformaciones del rubro panadería. Su cocinera (que es también presidenta, dueña y CEO de la firma) tiene, evidentemente, un gran criterio culinario, pero además, un sentido de la honestidad (conjugado quizá con cierta torpeza para la especulación) que la induce a elegir proveedores caros. Esto se pone de manifiesto con especial nitidez en la cobertura de chocolate amargo, que es excelente.
Lo que hace del Fuego un legítimo exponente de la categoría artesanal es su galleta.
En sus aspectos formales, el alfajor Fuego no es menos loable. Su volumen, caracterizado por un diámetro de alfajor mini y una altura de alfajor triple, obliga a adscribirlo a la vertiente del alfajor bombón; una vertiente aparecida en la última década, como una ramificación de la escuela neopremium, que cuestiona las proporciones clásicas y pone en el centro de sus prioridades la reconcentración del sabor (véase El famoso Guolis).
Pero lo que hace del Fuego un legítimo exponente de la categoría artesanal es su galleta, al fin y al cabo el único elemento en toda la estructura que se halla bajo el completo control de la cocinera; el único componente realmente original; la instancia determinante. Por definición, la galleta es el esqueleto de los alfajores, aunque a la mayoría le cueste dimensionar la trascendencia de su papel. Más de un fabricante se desentiende por completo de ellas y terceriza la producción. Los resultados de semejante acto de negligencia varían: en el mejor de los casos, su presencia pasa desapercibida, se hace invisible en el conjunto. En el peor, se revela incompatible con los demás ingredientes, produce un cortocircuito y echa todo a perder.
Las tapas del alfajor Fuego representan exactamente lo opuesto: una apertura en el espectro de matices, la introducción de variables poco o nada tenidas en cuenta por la generalidad de productores. La más interesante es el grado de cocción. Nuestra cocinera reduce el tiempo de horno y logra de este modo una textura tanto más húmeda y esponjosa, casi como la de un bizcochuelo, lo que en términos visuales se traduce en una coloratura pálida, crudona. Refrenda la frescura en la textura la frescura en el sabor, producto de la evidente presencia de manteca genuina, ingrediente vedado para los grandes fabricantes (los más nobles la sustituyen por margarina; los inescrupulosos, por aceites y grasas de orígenes que conviene desconocer) y huevos de verdad —así como lo oye, señora. Nada de síntesis químicas, polvos extraños.
Eso sí. Obvio. A llorar a la iglesia ante un eventual intoxicamiento. La contracara de la intensa experiencia artesanal es la ilegalidad: un mundo al margen del Código Alimentario Argentino y el RNE y el RNPA y los números de atención al cliente. Pero a quién le importa, cuando el trofeo es un alfajor como éste. Ya lo decía mi tío Enrique: París bien vale una misa.