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Viaje al submundo

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A diferencia de la mayoría de los submundos (el de las drogas, el de las apuestas ilegales, el de la prostitución, el de los barrabravas), el submundo de los alfajores emana, no oscuridad, sino candidez. Toda una gama de olores singulares, de estéticas y texturas, configuran una dimensión autónoma, con leyes propias. Muchos de ustedes, como yo, habrán franqueado por última vez sus fronteras ya hace tiempo, y al avanzar ahora, después de tantos años, nuevamente hacia su umbral, experimentan, arriesgo, nostalgia.

¿Cómo definir ese sabor sin remitirme a experiencias personales, aunque compartidas seguramente por la mayoría, como la atemporal colonia de vacaciones? Todos estos alfajores saben, más o menos, a esos atardeceres en los que el sudor, el cansancio y el hambre voraz encontraban su pobre consuelo en la merienda escueta que repartían los “profesores”.

Dentro de este peculiar universo, el Tatín sobresale como uno de los pocos que inspiran, no tanto burlas o ironías, sino ternura.

33 gramos, 140 calorías.

Lo primero que vemos, una vez despojado de su delicadísimo envoltorio, es la cobertura blanca, tan delgada y diáfana que deja ver la galletita marrón. Pareciera como si, admitiendo sus limitaciones, la cobertura se contentara con darle al conjunto un aspecto agradable y evocar, lejanamente, el sabor dulzón del chocolate blanco con su usual dejo a limón.

En su interior puede discernirse una capa bastante dura que podríamos describir como un caramelo aplastado, no sólo por su consistencia sino también por su sabor, más cercano a la imitación del dulce de leche que al dulce de leche mismo. Y aparece rodeada, esta capa de lo que sea, de dos tapas muy dignas, más blandas que el caramelo, no digamos húmedas pero tampoco secas, que son las máximas responsables de ese gusto a colonia, a alfajor de tercera o cuarta mano. Sólo por estos sencillos méritos ya estamos en condiciones de afirmar que, de todos los alfajores que encajan en esta categoría, el Tatín es la mejor expresión.

25 gramos, 114 calorías.

Turno del Fulbito de maní. Aquí podríamos, tranquilamente, exponer las razones por las cuales el Fulbito no es más alfajor que cualquier galletita: se asemeja más a una Duquesa que a un Jorgito. También podríamos poner el grito en el cielo por los millones de niños que cada tarde deben subsistir y, peor aún, desarrollar su cuerpo y su mente en base a esta golosina humildísima. Pero mejor, tal vez, será concentrarnos en la belleza pintoresca de un alfajor que en el relieve de su superficie representa los gajos de una pelota de fútbol.

Y digamos, también, ya en tono serio, que como galletita el Fulbito de maní tiene pocos o ningún defecto. La textura es implacable: muy pero muy crocante, húmeda, y para colmo la capa de maní, que ya ven, es generosa, no despierta aversiones ni mucho menos, a pesar de que claramente su sabor es lo que se dice muy básico. Pero déjenme aplaudir a sus dos galletas. Son magistrales; ni su sabor es grotesco ni su textura desagradable. Nada tienen que envidiarle a las de mejores marcas. Me sorprendieron.

Poco que agregar respecto del Fulbito con “relleno sabor chocolate” (ni dulce de leche ni mousse: sabor chocolate, señores). No bien la ambición se apodera de estas marcas y las hace aspirar a rellenos lujosos, por fuera de sus posibilidades, el resultado es lamentable.

21 gramos, 98 calorías.

Ahora depongamos un momento los prejuicios para admirar, sinceramente, el aspecto del Mogy. No se condice, en absoluto, con lo que esperaríamos de un envoltorio tan bobo. Más de uno caería en la trampa de tomarlo por alfajor de primera categoría si lo viera desnudo, sin ese paquete chillón.

Eso sí: rápidamente saldría de su desengaño cuando le echase una mirada a su interior, y creo que hasta llegaría a horrorizarse si, finalmente, decidiera probarlo. Porque es verdad: el Moggy es bastante feo. Su relleno es “a base de cacao” (otra imitación del mousse) y en su sabor prima la inconsistencia. Apenas se diferencia del “relleno sabor chocolate” del Fulbito, y esto no ha de sorprendernos, pues ambos alfajores son fabricados por la misma empresa: “CÍA. AMERICANA DE ALIMENTOS S.A.”. Debemos suponer, por lo tanto, que el Fulbito es la versión prémium. Maravilloso.

La cobertura, tan bien parecida, termina siendo una crema mantecosa de mala calidad y gusto a margarina. Por su parte la galleta, dura como la de los alfajores de mousse, es digna y muy crocante, pero el relleno resulta, a pesar de su textura más o menos correcta, dulzón y vaguísimo. Pequeños granos de sal al parecer mal fundidos destacan coronando una experiencia que esta vez es, sin matices, malísima.

Ya habrán notado que todo lo que dije de la apariencia del Mogy negro no aplica para el Mogy blanco, cuya galleta superior parece haberse desplazado en el momento justo en que el baño de repostería petrificaba el alfajor, adquiriendo la forma Bubba Gump, como solemos decir.

Por suerte lo penoso de su apariencia se ve compensado (siendo muy generosos, porque una cabal compensación hubiera requerido el sabor y las proporciones de un Cachafaz) por la cobertura, cuyo dulzor no dista tanto de la del verdadero chocolate blanco, ratificando una vez más la premisa que señala que, por ser un alimento menos noble que el chocolate negro, elaborar una imitación aceptable es mucho más sencillo (otro buen ejemplo lo hallamos en el Alfapampa).

Así llegamos al fin de este viaje emocionante, quedando todavía un gran abismo por sondear. Es cierto: tal vez fustigué mi paladar, tal vez puse en juego mi salud, pero el amor con que nos recompensan los alfajores del submundo lo curará todo.

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