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Alfajores de Puerto Madryn

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Vivís en un táper (o tupper, dependiendo del táper que habites) es una expresión que suele soltarse a la ligera, sin pensar mucho. ¿Pero qué significa exactamente? Que el acusado se mueve en un medio demasiado restringido como para apreciar las cosas en sus dimensiones reales. Ahora bien: detrás de una acusación tal subyace el supuesto de que el medio condiciona, ante todo, nuestra visión del mundo. Y si condiciona la visión del mundo, condiciona luego el arte, las leyes, la ciencia y, sobre todo, los alfajores.

Con esto quiero decir que no es lo mismo un alfajor bonaerense que un alfajor cordobés o un alfajor de Mar del Plata: no es lo mismo planificar un alfajor en Neuquén que pensarlo en Merlo o en Santa Teresita. Es así y, por mucho que lo intente, algunas combinaciones resultan, para un porteño como yo, impensables.

Por eso me gusta tanto probar alfajores de otras regiones del país. Porque conozco sabores que nunca había imaginado y compruebo en la práctica que la variedad alfajorera será por siempre inagotable.

El hecho es que me fui a Puerto Madryn por unos días y me traje tres alfajores con nombres de persona: uno es el La Abuela Dorotea (qué problema el artículo), otro el Manu (mejor hubiera sido con tilde en la u: Manú) y otro el alfajor Valentina (lo cual me recuerda…).

Alfajor La Abuela Dorotea. 50 gramos. Viril.

Verán que el Dorotea es un alfajor de hermosa apariencia, al menos de acuerdo con los cánones hegemónicos: alto, robusto, viril, y si queremos profundizar esta imagen, cubierto de aceite. Sólo que, tratándose de un alfajor, esto último no es una gran virtud: de hecho está cubierto de baño de repostería y el baño de repostería debe estar hecho con algún aceite maligno, a juzgar por su gusto indefinido, ni amargo ni dulce, y por esa textura plasticosa y resbaladiza. Y eso que en la caja de media docena se anunciaba como “cobertura de chocolate”, pero que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si el mamarracho que recubre al Dorotea es efectivamente chocolate de verdad.

Bueno, pero de todas maneras tiene mucho, mucho dulce de leche. Tanto, que decide la consistencia general, lo cual jamás puede ser un desacierto: es decir, uno muerde y, antes que nada y sobre todo, percibe el fluir de este dulce de leche oscuro y pesado. No está mal su sabor, aunque, víctima del mal gusto que evidentemente gestó el alfajor entero, se asemeja demasiado al caramelo, como dirían los amigos de Todo dulce de leche.

Demasiado intenso, el dulce de leche, si tenemos en cuenta que la galleta del Dorotea es de un dulzor tan excesivo que sobresale y se independiza, deformándolo todo. ¿Qué es lo que le otorga ese sabor recargado tan típico de ciertos alfajores? ¿Demasiada miel? ¿Una esencia de vainilla particular? ¿La combinación de ambas? Carezco del término apropiado y me desespero, pero prometo averiguar. En cuanto a su textura, no está mal: se enreda un poco en el dulce de leche, pero lo justo y necesario. Su grosor es notable pero está bien, porque el del dulce es mayor.

El Dorotea, viejo zorro, pifia en unos cuantos aspectos, pero apela a la voluptuosidad del dulce de leche y sólo merced a este subterfugio –jamás ha fallado–, se convierte en un alimento más o menos decente. En fin, a mí no me engaña.

Alfajor Manu, como el jugador de básquet. 50 gramos.

Lo que ocurre con el Manu es llamativamente similar: mucho dulce de leche —apenas más cremoso y apenas más suave—, mismo exceso de miel o lo que sea, mala cobertura, aunque no tanto como la del Dorotea. La galleta es un poco más esponjosa y el alfajor en sí más delicado, si se puede hablar de delicadeza, pero por lo demás son prácticamente idénticos.

Es lo que decía al principio: el medio condiciona al alfajor (ojo, no extrapolen esta noción que es peligroso), y al parecer la aridez, las ballenas o los lobos marinos indujeron a los fabricantes de alfajores puertomadrinenses a usar coberturas espantosas pero grandes cantidades de dulce de leche.

Corte longitudinal (creo) del alfajor Manu, como mi primo.

Distinto es el caso del alfajorcito dorado: el Valentina. Por lo pronto, pesa 40 gramos. Y confiesa ya en su envoltorio, de un dorado despintado, berretongui, que la cobertura es de baño de repostería. ¡Es la mejor de las tres! Semi-amarga, de un gustito que perdura, digna.

Alfajor Valentina. 40 gramos.

La galleta me sorprendió: estaba crocante, casi como la de un alfajor de mousse, e ignoro si su dureza era constitutiva o si fue producto del mes, casi, que dejé pasar entre que lo compré y me lo comí (reprobable). En todo caso le sentó muy bien. Y además su sabor era prácticamente neutro, comparado con la masa de los otros dos.

Por último, el dulce de leche. Es cierto que el Valentina tiene la mitad o menos de la mitad del dulce de leche que tienen los otros, pero su calidad es superior: bien repostero, maleable, y de un gustito profundo más cercano a la leche condensada que al caramelo.

Moraleja: en materia de alfajores no hay gran cosa en Puerto Madryn, y qué animal sobrevalorado el pingüino.

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