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Limón y chocolate

Esturión, una histórica marca de San Bernardo, creó un alfajor de mousse de limón de primera categoría.

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A esta altura de los acontecimientos, ponderar un alfajor por la originalidad de su relleno es un gesto sin sentido. Porque ya no hay originalidad que valga. Hubo una década, la que va más o menos del 95 al 2005, en que los fabricantes se dedicaron con minucia a agotar casi todas las combinaciones posibles. Así es que todavía hoy se siguen exhumando envoltorios inauditos de variedades que nadie recuerda. La memoria los niega, pero la evidencia material los reafirma: resulta que hubo un alfajor Sonrisas, un alfajor Terrabusi de frutos rojos, un alfajor Tofi de mousse de naranja. Como si se tratara de un tiempo remoto, prehistórico, deberemos reconstruir esa década febril a base de documentos, dejando a un lado el recuerdo personal que siempre engaña. Y usar al referirnos a ese tiempo la perífrasis verbal “debió haber sido”.

Esturión es una empresa oriunda de San Bernardo. La supremacía de las cadenas tipo Havanna todo a lo largo y ancho de la costa bonaerense oculta su existencia a los ojos de quienes no habitamos aquellas comarcas, pero en San Bernardo y en todo el Partido de la Costa, es una de las marcas más antiguas y famosas. Su fábrica data de los años 70, y tiene varios locales de venta distribuidos por las localidades aledañas.

El alfajor de mousse de limón que hoy nos ocupa es una de sus creaciones más recientes: apareció en 2016, en paralelo al de mousse de chocolate, como dos indicios de una tentativa por integrarse a la rueda de la moda alfajorera. Con algo de retraso, evidentemente, y hasta cierta reticencia, como parece señalar el dato de que la leyenda del envoltorio rechace los francesismos. «Crema de limón», dice, contra lo que el marketing más básico sugeriría.

La industria nacional de la galletita rellena se cimenta sobre este dúo blanquinegro: chocolate y limón.

El alfajor es sencillamente buenísimo, y se debe a motivos muy simples. Cuando las cosas son buenas, no hace falta irse por las ramas ni acudir a eufemismos para explicarlas. Punto uno: tiene un buen chocolate semi amargo como cobertura. Las galletas ni fú ni fá, pero son crocantes y con eso basta. Advertirá el lector una policromía. Es porque la galleta superior carece de cacao. Tal vez incluso tenga algo de maicena, lo que la vuelve un poco más quebradiza. Fue un recurso muy explotado en los años 60. El joven Guaymallén era bicolor.

Punto tres: un relleno bien forjado. Grasoso (o cremoso, si se prefiere) en su punto justo y agridulce como han de ser las cremas alimonadas, sin notas infantiles ni partículas indigeribles —residuos fallidos de manipulaciones industriales semi tóxicas— que chillan en la boca. Una crema que habría sido digna de rellenar una Melba en sus años mozos, cuando Terrabusi pertenecía a manos ítalo-argentinas y de la Oreo tilinga no teníamos ni noticias. La industria nacional de la galletita rellena se cimenta sobre este dúo blanquinegro: chocolate y limón. Esturión no ensaya sino una traspolación de la fórmula al territorio de los alfajores. Y la remata con una mesura clásica en sus dimensiones; escasos 45 gramos, número que remite, otra vez, a los códigos setentistas, cuando este alfajor no cabía ni en la cabeza más avispada.

 

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