La nostalgia por Argentina es anterior, incluso, a la propia existencia de Argentina; y es más, aquellos que por primera vez concibieron el sueño de una nación moderna, lo hicieron fuera de “nuestros” límites, desterrados por el gobernador Rosas. El redactor de la Constitución, Alberdi, vivió hasta el día de su muerte en el extranjero, o bien, como él decía, “en esa provincia flotante de la República Argentina que se ha compuesto de los argentinos que dejaron el suelo de su país tiranizado”.
Pero no hace falta ir tan atrás: nos consta que el Papa Francisco suplica en español, en italiano y en latín, a todos sus compatriotas, que no le lleven al Vaticano regalos pomposos e inservibles, sino —sencillamente— alfajores. Nuestra otra celebridad mundial, Lionel Messi, suele postear en las redes sociales enigmáticas fotos de alfajores Havanna (probablemente no a modo de chivo, sino de festejo). Algo más interesante ocurre con mi tía Mimi, que siempre que viene de Francia trae doble equipaje: uno pequeño, para la ropa; otro más grande, para la yerba y los alfajores (que luego va dosificando, celosamente, para que le duren hasta su próximo regreso).
Por algo, desde muy antiguo, el exilio ha sido considerado el peor de los castigos; una especie de muerte en vida. Que ahora un sitio web llamado Latinafy (gracias a Dios, que es argentino) viene a solucionar.
Son sólo algunos casos entre muchos, que demuestran que, por más lejos que uno vaya, “la ciudad te seguirá” (como decía un poeta griego). Y es que la distancia física no siempre implica una distancia espiritual; más bien al contrario, a veces la distancia permite percibir mejor que antes, de una manera nítida, los contornos de la Patria: entonces los recuerdos se vuelven aún más vívidos que los propios hechos, y los objetos se nos aparecen en la imaginación en su verdadera esencia. Digamos así: uno no conoce realmente el sabor del alfajor hasta que lo desea con el deseo del emigrado. Por algo, desde muy antiguo, el exilio ha sido considerado el peor de los castigos; una especie de muerte en vida. Que ahora un sitio web llamado Latinafy (gracias a Dios, que es argentino) viene a solucionar.
Latinafy es eso, un almacén flotante, una especie de embajada global, transnacional, y también un servicio de emergencia, que acerca los productos argentinos a todo aquel emigrado (o curioso) que los requiera, sin importar en qué parte del orbe se halle, pues su lista de destinos abarca los cinco continentes. Así, es natural encontrar entre su nómina de envíos países como España, Estados Unidos, Israel o Canadá, donde hay importantes comunidades de argentinos, pero no lo es tanto descubrir en esa misma lista a Singapur o Sudáfrica. Latinafy disuelve las barreras geográficas: globaliza, democratiza.
Basta ingresar a su página para hacerse una idea acabada del ser nacional (es, más o menos, como leer el Martín Fierro); sus tres categorías principales podemos adivinarlas: yerba, alfajores y dulce de leche y kiosco y galletitas. Más de un emigrado habrá recorrido el catálogo con lágrimas en los ojos, al reencontrarse con la composición cromática de nuestros kioscos, que mezclan en sus bateas el fino aurirrojo de la Tita y la Rodhesia con el rosa chillón de un Flyn Paff. Porque ése es el otro gran acierto de Latinafy: no despreciar nada, reconocer el infinito valor de la cosa más aparentemente insignificante, ¡vender chicles Bazooka! En ese gesto, Latinafy demuestra una notable comprensión de la sensibilidad del emigrado.
Y es que es así: todos sabemos que en Francia pueden conseguirse postres mil veces más sofisticados que un alfajor Terrabusi; que en Estados Unidos hay variedades de gomitas mucho más sabrosas que nuestras Mogul, que en España ya se elaboran alfajores marplatenses (o algo parecido) y que, en última instancia, para cocinar dulce no se necesita más que un saché de leche y una cacerola. ¡Pero no se trata de eso! Se trata de que, de manera silenciosa, los productos que a lo largo de nuestra infancia y tal vez adolescencia poblaron nuestros días se fueron convirtiendo en una parte de nuestra identidad, a tal punto que sin ellos estamos como alienados, desconocidos. Había otro poeta, aparentemente austríaco, que decía que “La patria es la infancia”. Le faltó agregar algo. La patria es la golosina de nuestra infancia. Recobrarla es recobrarnos a nosotros mismos.