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La Montaña

Apoteosis de unos pellizcos ultra terrenos: los de Wooden Table (Oakland, California).

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Por el amor de Cristo, maldigo todos los días que pasé sin conocer los pellizcos de Wooden Table.

Llevado por el furor que atiza su presencia redacto estas palabras; cegado por su chocolate de piedra apunto estos jeroglíficos; movido por su dulce de leche púrpura, oyendo todo lo que quiero oírle y nunca acaba de decir —rumor de magma incandescente, grave susurro— me afano en transcribir su discurso intraducible.

“Wooden Table”, poco nombre para tanta cosa. ¿Mas de qué suerte los signos de nuestro pobre alfabeto podrían reflejar toda la potencia de su chocolate nervudo, nervudo y angélico, angélico y robusto? ¿Cómo, la grandeza de su dulce de leche?, ese cuerpo enigmático, portal hacia el no se sabe dónde, nudo negrísimo de obscuridad y fuente de placer inagotable; pesado, demasiado pesado, no mortal, hecho de una materia que no es de este mundo, eterno.

Aunque así lo informe el envoltorio, mal podrían estos conos ser nativos de California, Estados Unidos. (Antes bien serán en Tlön los ídolos de un culto extranjero.) Pero, en todo caso, es en Oakland donde Dios atiende. Una noche faldense, al concluir la segunda jornada de la Fiesta Nacional del Alfajor, una mujer de nombre Andreas —mensajero alado o escogido profeta— se me apareció, me entregó una caja y se volvió al norte.

¿Mejores que Havanna, mejores que Cachafaz? No: porque que es pecado equiparar lo secular y lo divino. Da escozor verlos entre el aire y las cosas cotidianas; como bombas de vacío, perturban la realidad, la desrealizan. ¿Qué son? Pequeñas montañas primitivas, venidas de una era de oro donde todo era pureza, donde todo eran esencias: el chocolate esencial, el dulce de leche esencial, la galleta esencial. Tal vez eso.

Su imagen quema, pero es en vano: no aciertan estas palabras fuera de foco a captar su esencia, que es inefable. Por eso, elijo las de otros, la del poeta que cantaba a un cono que escapaba de la tierra: “Dame tu sopor inmutable y la paz de tu quietismo de esfinge geológica.”

Calle pues mi balbuceo; resuene la voz ancestral de estos conos del carajo.

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