Desembolsando cinco mil pesos, tal vez, con un poco de regateo, unos cuatro mil quinientos, todavía es posible adquirir la colección completa de medallones Dieguito Maradona; pequeñas monedas que llevan impresa la figura del mejor jugador de todos los tiempos en distintas circunstancias: pegándole de tijera, parándola de pecho («Pechito»), rematando de volea, de chilena, con la zurda («Zurdazo»), celebrando un gol, haciendo jueguito, tirando una palomita, ensayando una bicicleta, tocando de taquito, cabeceando, saludando al público enardecido y, la mejor de todas: haciendo la mano de Dios (llamada provocativamente «Inglesa»). Son distintas advocaciones de esa deidad pagana que llegó a inspirar su propia religión. ¿Y quién no las recuerda? Alfajor Dieguito Maradona: “Lee en el interior del envase para saber si ganaste una medalla”.
Pasaron más de dos décadas desde que la Casa de la Moneda dejó de emitirlas, pero la enorme cantidad de ejemplares que todavía circulan por Mercado Libre da a pensar que, en su tiempo, la masa monetaria debió haber sido abultada. Hay algo muy llamativo en ellas: sus relieves muestran al Diego de los rulos ochentosos, el Diego virginal que levantó la Copa en México, el Diego de la consagración. Pero ése no es el Diego del presente, las monedas restituyen un ideal que ha caído en desgracia. Es 1995, Maradona subió unos cuantos kilos y luce una crencha amarilla. Mientras tanto, los directivos de Georgalos deciden reflotar esa arma marketinera de doble filo que es la imagen del Diez. Pasteurizada, infantilizada, limpia.
No serán los últimos en intentarlo, ni son los primeros. La historia de Diego Maradona como herramienta de la mercadotecnia tiene su origen en 1981, de la mano de Jorge Fisbein, que por entonces era presidente de Image Bank Argentina, el primer banco de imágenes del país. Maradona tenía apenas veintiún años, de modo que todavía se justificaba el uso del diminutivo. Había sido subcampeón del Torneo Metropolitano con Argentinos Juniors y su pase a Boca ya era un hecho. Se venía el Mundial de España 1982, y entonces Fisbein vio la oportunidad de aprovechar la figura de esa joven promesa de inmaculada reputación para dirigirse al target infantil. Fue a verlo al “gordo” (así le dice él) Cysterpiller, que por entonces era el mánager de Maradona, y compró la licencia.
Sin embargo, hubo que esperar varios años para que Dieguito viera la luz. En ese entonces no había en Argentina un estudio de animación y Fisbein viajó a Brasil para que Mauricio De Souza, un conocido historietista brasilero que ya había hecho lo propio con Pelé, le diera vida a la caricatura. Dibujó una primera versión y prometió hacer el lanzamiento, pero eso jamás ocurrió, pese a las versiones que circulan en Internet.
Así es que Fisbein resolvió montar su propio estudio en Argentina: dibujó su propia versión del personaje, compuso una melodía pegadiza y produjo él sólo una serie de cortos con fines educativos de un minuto de duración. “Lo que se llamaba ‘bien público’”, dice. “Había un Dieguito que explicaba ecología. Otro Dieguito que enseñaba a lavarse los dientes antes de irse a dormir. En otro corto enseñaba deportes alternativos: atletismo, natación y gimnasia. Incluso hice un Dieguito jugando al básquet, porque se venía el Campeonato Mundial”. Para el año en que concluyó el trabajo —1987—, la fama de Dieguito se había disparado ostensiblemente: ya no era la joven promesa, sino el héroe consumado del Mundial de México. “Era campeón del mundo, el tipo que le había hecho el gol a los ingleses… Era Gardel”. Fisbein no sólo había tenido la previsión del empresario, sino también la clarividencia del cazatalentos.
Restaba, solamente, encontrar un auspiciante. Jorge Fisbein tocó la puerta del departamento de marketing de Bagley, que por entonces estaba al borde de la quiebra y a punto de llamar a concurso de acreedores. Tuvo suerte. El gerente general de la empresa, Jorge Lorenzo, tenía pasado de futbolista (“había jugado de 9 en Excursionistas”) y comprendió el potencial de Dieguito. Porque “ahora parece una boludez” —dice Fisbein—, pero en ese entonces “un jugador de fútbol era mal visto”. “Hoy se matarían para hacer lo mismo con Messi. En esa época no entendían nada”.
El directorio de Bagley “estaba llenos de viejos” renuentes a la figura de Dieguito, pero la crítica situación económica que atravesaba la empresa no les dejó otra alternativa que aceptar la propuesta. Lanzaron una línea de productos con la imagen de Dieguito Maradona: chicles, chupetines y, entre otras cosas, un alfajor de chocolate blanco con envoltorio azul, y otro de chocolate negro con envoltorio rojo y franjas doradas, y entonces comenzaron a auspiciar los cortos educativos de Dieguito. No fueron los únicos: Dieguito llegó a ser auspiciado por el termo Lumilagro y hasta por las sábanas Grafa. Por medio de ese aporte económico Fisbein Producciones lograba colocar los microprogramas en las tandas publicitarias de Canal 9, Canal 11, Canal 7 y en la mayoría de los canales de antena abierta del Interior.
De acuerdo con el relato, los alfajores Bagley pasaron de ubicarse en el séptimo puesto de ventas a ser los más vendidos del país, y sólo (“sólo”) habían sufrido un cambio de imagen: por dentro, eran el mismo alfajor Blanco y Negro que a comienzos de la década había revolucionado los kioscos. “Se batieron récords de venta en Bagley, la empresa se salvó. Yo cobraba tanto de regalías que tenía que contratar un camión de Juncadella para ir a buscar la plata”.
Pero el éxito duró tanto como el Diego de la imagen cristalina. Es decir, apenas dos años, hasta que Maradona se vio envuelto en su primer escándalo mediático: la policía allanó su casa y se lo llevó detenido por portación de drogas ante las cámaras de televisión. “Entonces me llama Lorenzo y me dice: ‘¿Qué hacemos, lo sacamos del aire ya?’ Y yo le digo: ‘No, dejalo. Se va a vender más que nunca’. Claro, se vendía más porque la gente creía que comprando el producto lo ayudaba a Diego, a pesar de que salía mi nombre en los avisos. A ver si me entendés. Era un fenómeno loquísimo”.
Al cabo de un mes, sin embargo, la tierna imagen de Dieguito se hizo inconciliable con la del hombre que salía de su departamento de Caballito acompañado por la policía. Concluía así, trágicamente, el primer ciclo de vida de la criatura de Fisbein.
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Toda pieza de marketing es coyuntural, y está obligada a actualizarse para no volverse anticuada —lo que equivale a perecer—. Dieguito encarnaba esta condición mejor que ninguna otra: su destino no sólo estaba atado a los cambios culturales; dependía, directamente, del periplo caprichoso de una persona de carne y hueso que, para colmo, se había convertido en una de las más imprevisibles del planeta.
Por eso es que Fisbein no planeó el regreso de Dieguito. La licencia era suya, tenía un contrato firmado (esta vez con Coppola), pero fue la vuelta de Maradona a Boca, luego del doping positivo del Mundial del 94 y tantas otras polémicas de signo ultra noventoso, lo que hizo resucitar a su “hermanito” (como le dice Fisbein), intacto, como si no hubieran pasado casi diez años desde aquellos ingenuos spots sobre el cuidado ambiental y el lavado de dientes.
Esta vez lo convocó Georgalos, que estaba trabajando junto a la agencia de publicidad de quien en el 88 había sido gerente de marketing de Bagley, Roberto Hermida, y así reflotaron a Dieguito como la cara visible de un dúo de alfajores de baño de repostería blanco y negro, con un packaging de idénticos colores a los de Bagley: rojo y azul.
La diferencia más notable consistía en que ahora Dieguito tenía los ojos como achinados, y levantaba la mano izquierda en vez de la derecha. A Juan Miguel Georgalos (hijo del griego fundador) se le ocurrió la idea de las monedas, acaso para compensar la deficiente calidad de la remake. Es un dato objetivo que históricamente la calidad de Bagley ha sido muy superior (al menos mientras permaneció en manos argentinas) a la de Georgalos, que siempre ha apuntado al segmento medio-bajo. Por eso, aunque la mayoría de los testigos parecen ignorar que en verdad hubo dos versiones distintas del Dieguito Maradona, es de suponer que sus testimonios (que pueden leerse aquí) aluden a la última. Además, el recuerdo siempre viene acompañado de la mención a las medallas coleccionables.
Si aceptamos esta suposición, entonces debemos creer que el Dieguito Maradona producido bajo el signo de Georgalos fue un alfajor mediocre: “Eran onda los Fulbito —comenta Diego (otro Diego)—. Muy berretas. En la escala de alfajores más que Maradona eran unos Bottinelli”. “Era de común tirando a malo”, dice Gerónimo. “Ordinarios, onda La Escuelita”, asegura Gustavo. “Tenían un gusto raro, como a químico sabroso”, recuerda Ariel. También resulta interesante la declaración de Dalma Maradona, en su autobiografía Hija de Dios: “Confieso que me impresiona ver a mi papá en un alfajor. Creo que no podría comer un alfajor con la cara de mi papá”. Aimé sí los probó y sentencia: “Eran incomibles”.
Lo cierto es que el producto no duró más de dos años en el mercado. Y no hay prueba más incontestable que ésta. Cuando, incomible y todo, una marca todavía es recordada veinte años después de su desaparición, es porque a todas luces se ha ganado un lugar en el panteón alfajorero.