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«Eso no es un alfajor»

¿Hay una esencia del alfajor? El problema de definir la golosina nacional.

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Una de mis principales actividades en redes sociales consiste en divulgar las novedades del mundillo alfajorero. Éstas se suceden con bastante frecuencia, lo cual señala dos cosas: la primera, que el mundillo goza de buena salud; la segunda, que no todas sus posibilidades fueron agotadas, que todavía hay margen para la creatividad.

No obstante, se introducen en nombre de la creatividad variaciones cada día más radicales, que un buen número de aficionados suele criticar agriamente invocando una misma sentencia: “eso no es un alfajor”. Es una crítica significativa, cuyas implicancias merecen ser glosadas.

En principio, lo que hay es un ataque a la misma esencia del objeto en cuestión: se le objeta que usurpa el nombre del alfajor, cuando en realidad no lo es. Esa negación ontológica contiene a la vez un reverso de positividad: existe un alfajor, un ideal de alfajor, una quintaesencia. La cuestionada innovación no se ajusta a ella. Es falsa, engañosa.

Pero una esencia debería ser fácil de definir, o fácil por lo menos de identificar. La periodicidad con la que se suscitan estos debates indica que, en este caso, no es así: hay una esencia del alfajor, pero no sabemos bien cuál es, y remitirnos a la definición de diccionarios como la Real Academia (“Golosina compuesta por dos rodajas delgadas de masa adheridas una a otra con dulce y a veces recubierta de chocolate, merengue, etc.”) o la del Código Alimentario (“Se entiende por alfajor el producto constituido por dos o más galletitas, galletas o masas horneadas, adheridas entre sí por productos, tales como, mermeladas, jaleas, dulces u otras sustancias o mezclas de sustancias alimenticias de uso permitido”), lejos de echar luz sobre la cuestión, oscurece nuestro propósito.

Resulta inconcebible (si concedemos algo de sentido al enunciado “Eso no es un alfajor”) aceptar la pobre definición del Código Alimentario. Sobre la base de este criterio (que por supuesto es pragmático y no filosófico), innumerables productos alimenticios se agruparían bajo la categoría de «alfajor», incluso ignorando su propia condición: ¿qué impediría que una galletita rellena, o un “sweet sandwich” como los que se venden en Estados Unidos, pudiera ser considerado alfajor? Sin embargo es la clase de vaguedad a expensas de la cual afloran las controversiales “innovaciones”. Debemos admitir que, al menos para el ojo inexperto o demasiado moderno, «alfajor» puede ser un término perfectamente traducible y de alcance universal. En efecto, es posible encontrar una galletita rellena (que conserve algo del carácter de porción-en-sí o “autosuficiente” que es común tanto al alfajor como al sandwich) en la góndola de cualquier supermercado del mundo. Y acaso pueda culparse de esta degeneración conceptual justamente a las empresas extranjeras que, con su mirada globalizada, fueron las primeras en reemplazar al autóctono y contra-europeísta dulce de leche por un relleno mundialmente aceptado como el mousse de chocolate (el primero de incontados mousses…). Por eso tampoco extraña que buena parte —si no todas— de las “innovaciones” hoy representen nuevas muestras de este sincretismo: alfajor de nutella, alfajor de Oreo, alfajor de Ferrero Rocher: todas creaciones inspiradas por ese caldo de cultivo de modas gringas que constituye Instagram.

Una diferencia clave, no obstante, separa al impersonal sandwich del alfajor; una diferencia que se manifiesta en la etimología de las palabras: el alfajor es un producto culturamente denso, cargado de una historia que se remonta cuanto menos a siete u ocho siglos atrás (si es que no comprende la historia misma de la civilización). En el sandwich (mera definición provisoria, el más común de los sustantivos comunes) nada de esto ocurre. Y sin embargo, esta observación tan satisfactoria nos lleva, irónicamente, a darnos de bruces con una paradoja: ese alfajor primitivo, el andaluz, también debía tener una esencia. Y, de hecho, si echamos una mirada a esa receta original (obviemos que incluso en el sur de España hubo desde siempre más de un tipo de alfajor; y que la noción de originalidad cuando se trata de cultura resulta muy discutible), era una esencia mucho más nítida y compleja que la nuestra: miel, pan rallado, especias, frutos secos, almíbar y una forma específica de cocción, todos ítems inamovibles. ¿No podría hoy un andaluz exclamar con justificada indignación, al observar un auténtico alfajor argentino: “¡Esos no son alfajores!”?

A esta altura del argumento, no queda más opción que admitir que el origen de la condición mutable del alfajor es mucho más antiguo de lo que suponíamos. Como perseguido por la sombra de un darwinismo gastronómico, en un punto de la historia (si no en varios) el alfajor debió afrontar el dilema: evolucionar o morir. Se ve claro que en las zonas de la América colonial donde no mutó (Centroamérica fundamentalmente), el precio a pagar fue una rápida extinción. Acá, en cambio, en América Latina, experimentó un violento proceso de cambio que parece prolongarse hasta la actualidad. Donde el proceso es más palpable es en Argentina. También es el país donde goza de mayor vitalidad. Podría decirse que la variación está en la base del alfajor. Esto es, que su esencia es variar: que su esencia es no tener esencia. Sería una bella conclusión.

Y sin embargo sigo oyendo los gemidos: “Eso no es un alfajor”, y no me atrevo a hacer oídos sordos y a tachar sencillamente de reaccionarios a todos estos puristas. Alguna verdad ha de haber en sus palabras, ha de existir una esencia. Por lo menos una, aunque creo que existen varias. O bien, para ser exactos, lo que hay son paradigmas mal comprendidos: modelos divergentes que por motivos históricos y culturales cristalizaron en formulaciones relativamente estables: lo que hoy conocemos como “alfajores regionales”. Así, está el alfajor santafesino, hecho con una masa y una cobertura completamente identificables; el alfajor cordobés, cuyo caso es un poco más problemático, pero que se caracteriza al menos por su almíbar vidriado y su galleta ligeramente convexa; la colación, de receta rígida pero de distribución geográfica despareja; el alfajor de miel de caña (caso semejante al anterior), el alfajor de maicena, las capias, las tabletas y, por supuesto, el alfajor marplatense. A priori, todos estos paradigmas disfrutan de una singularidad más o menos equivalente, incluso en lo que atañe a su ubicación en el mapa. Llevan una composición química peculiar (en la masa sobre todo) y proporciones distintas. Pero más que nada ocupan un lugar referencial en la mente de productores y consumidores, obligando a definir todo nuevo alfajor en virtud de su adecuación a los parámetros preestablecidos. (Sobre esta base bien podría elaborarse una función que determinase el “grado de pureza” de cualquier alfajor x respecto del modelo inicial).

Ahora bien, lo que diferencia primordialmente al conjunto de paradigmas es que el marplatense (cuya autoría puede atribuirse a Havanna) tuvo el alcance primero nacional, luego continental, y cada vez más mundial que los otros no tuvieron. Y este hecho motivó la supresión del segundo término del sintagma: marplatense, con la subsiguiente conversión, ilustrada a las claras por el procedimiento linguístico, en el alfajor por antonomasia. (Ésa fue la primera de las diluciones de límites que hoy amenazan —paradojalmente— con destruir el propio paradigma. Yo mismo me sorprendo cuando oigo esta curiosa variación del gemido: “Alfajor de fruta no es alfajor”. De nada vale replicar que el propio inventor o cuanto menos promotor del modelo tuvo desde siempre en su portfolio un alfajor de membrillo.) Hay más: casi todos los argentinos vivos nacieron luego del triunfo —rápido y avasallante— de Havanna; o sea, se criaron bajo su imperio, cuando el arquetipo de alfajor marplatense ya había sido consagrado como el alfajor modélico (en esto jugó un papel clave la industrialización del paradigma, a cargo de empresas nacionales y multinacionales), lo que indujo a creer a los desprevenidos (más que nada porteños) que así como el agua siempre fue agua y el cielo y siempre fue el cielo, el alfajor marplatense siempre fue el alfajor.

Estamos ahora en condiciones de comprender el pasaje del paradigma a la esencia, que sin ser más que el resultado de una ceguera generacional y geográfica, no deja empero de dar lugar una y otra vez a la misma cantinela: “Eso no es un alfajor”. Justamente, si algo caracteriza a las esencias, es que parecen no tener principio ni fin. Dan la impresión de haber estado siempre ahí, y proporcionan por ende una suerte de argumento irrebatible, muy tentador para los adictos a las querellas cibernéticas. Son la encarnación de lo absoluto, lo sólido. Sólo que al parecer, en este caso, lo que se cree eterno es circunstancial. ¿Se trataría de una esencia ilusoria? ¿Ilusoria o esquiva? ¿Ilusoria o múltiple? ¿Ilusoria o proteica? No puedo dejar de pensar que el incansable gemido («eso no es un alfajor») es sintomático de algo: designa un paradigma entre tantos, pero postula a ese paradigma como el único posible. ¿Es una contradicción fruto de la ignorancia? Tal vez, pero quizás esa ilusión de absoluto forme parte de cada paradigma, haciendo las veces de una raigambre que, borrado el primer origen, el alfajor debió volver a construir siempre que aspiró a afincarse en nuevos suelos.

¿No será que hay, después de todo, una esencia del alfajor, hecha de todas las cosas que alguna vez fue, de todas las cosas que es, de todas las cosas que alguna vez será? Una esencia memoriosa, que en vez de abolir la historia, perpetuándose en un presente eterno, la acumula, fragmentando la linealidad cronológica en mil apariencias convivientes (las arcaicas, las modernas, todas ellas, a su modo, únicas), y resumidas en un solo nombre, alfajor: tentacular monstruo, irresoluble problema.