Me acuerdo bien de la versión cinematográfica de Batman de 1997, titulada secamente Batman & Robin, porque en ella aparecía una villana denominada por los doblajistas Hiedra venenosa. El personaje, interpretado por Uma Thurman (de eso me enteraría mucho después), encandilaba a mi yo de ocho años, que había contraído el hábito de darle play al VHS una vez a la semana. Los críticos y los fanáticos dilapidaron la película; la caratularon como la peor Batman de todos los tiempos. A la distancia, puedo aceptar que era pésima. Pero lo que no puedo hacer es olvidarme de Uma Thurman ni, tampoco, del otro villano, el Sr. Frío (aka Sr. Zero y Capitán Frío), encarnado por un Arnold Schwarzenegger con rasgos extraterrestres y calva budista.
El hecho es que este señor Frío o Mr. Freeze, en su idioma original, se veía obligado (sepan disculpar: la trama se me aparece vagamente) a morar en un recinto herméticamente sellado, cuya temperatura debía ubicarse por debajo de los cero grados; en definitiva, un freezer gigante (¡caracterización onomástica la de Mr. Freeze! diría mi profesora de lengua del secundario) dominado por el azul y el plateado y adornado con témpanos y estalactitas. Traspasar los límites del freezer o nevera (para no desviarme del estilo mexicano-neutro) suponía, para Arnold, la mismísima muerte. El frío era su medio, y la escopeta de congelamiento su poder especial.
Algo semejante sucede con las heladerías. Están condenadas a vivir bajo la dictadura de la refrigeración. Aunque se las rebusquen para acondicionar acogedores locales con aspecto de cafetería, a la postre siempre se ven conminadas, si pretenden ser consecuentes con su esencia original, a reducirse a ese ambiente antártico; ellas mismas y, por extensión, todo lo que ellas decidan producir.
Así llegamos al alfajor de Freddo. Llamarlo helado sería una tautología. Todo lo que salga de Freddo debe ser y estar helado. La moto que me trajo los alfajores (cortesía de la marca; agradezco) me los entregó en una caja que debí colocar con urgencia en mi nevera, para preservar la cadena de frío. (Si se me permite un excursus, debo decir que las cadenas de frío ya no son lo que eran. Hasta hace unas décadas, todavía era factible pedirle al heladero hielo seco. ¿Qué ha sido de él? No sólo conservaban fielmente la temperatura, sino que luego se deshacían de un modo espectacular en el vaso de agua, como una pirotecnia de la naturaleza).
Mi profesora de la secundaria diría que, en términos contenidísticos, este producto es un helado; y en términos formales, un alfajor.
Antes de seguir debo confesar mi escasa experiencia en la liga de los “alfajores helados”. Soy un completo neófito. Aunque sí tengo cancha en uno de los dos terrenos que componen el híbrido y prácticamente toda una carrera hecha en el otro campo. Mi profesora de la secundaria diría que, en términos contenidísticos, este producto es un helado; y en términos formales, un alfajor.
A priori se nos plantea un dilema: ¿cómo acometerlo? ¿Con cuchillo y tenedor; con cuchara; o temerariamente, a la que te criaste, como un verdadero macho alfa, la cosa sana: es decir, al estilo clásico, con las manos y la boca? ¡Pero ay, los dientes! ¡Ay, las encías! Las piezas más sensibles de nuestro organismo no se atreven a hacer semejante sacrificio. Con cuchara, pues, aunque me gane la mirada reprobatoria de Mr. Freeze.
¡Pésima decisión! Intentar clavarle una cuchara equivale a hacer saltar por los aires el alfajor, la cuchara, el recipiente y la propia corporalidad. Es un postre frustrado, y menos mal que Freddo había tenido la delicadeza de —tal vez presintiendo esta fatalidad— enviarme más de un ejemplar.
Se lo advierto, lectores, para que estén prevenidos: este alfajor fue hecho, como todos los otros, para ser ingerido con las manos. Debería venir indicado en el envoltorio. Los técnicos de Freddo obran un milagro de la ingeniería alimenticia: que sea posible avanzar a tarascón limpio sin más accidentes que un leve derretimiento de la cobertura de chocolate, costo que cualquiera estará dispuesto a pagar. El alfajor se sostiene incólume, y el helado cede a la curvatura de los dientes, pues su consistencia está perfectamente calibrada (al menos durante el tiempo de gracia, hasta que empieza a derretirse…).
Por lo que a Freddo respecta, hace bien su tarea: el baño de repotería de la cobertura es rico, semiamargo, se deja sentir. La galleta no se achirla, víctima de la humedad, sino que conserva la crocancia; su sabor es puro y mantecoso. O bien: es puro porque es mantecoso, virtud que, como decía en La supremacía del alfajor artesanal, es exclusiva de una muy limitada cantidad de alfajores. Sorprende, por lo tanto, hallar este ingrediente en un producto teóricamente “industrial”. Pero aparece en la letra chica. Y si la galleta de vainilla del alfajor de limón es excelente, a la del alfajor de dulce de leche hay que calificarla de prodigiosa. Es casi un brownie: húmeda, tierna y abizcochuelada (un saludo a la RAE). Chocolatosa.
En ambos casos, el relleno está bien, su cantidad es generosa. Aunque en tanto gusto de helado, dejan un poco que desear. Especialmente el de mousse de limón. Se sabe que no es fácil elaborar un buen mousse de limón. Realmente buenos, apenas si he probado dos: el de Cadore y, especialmente, el de Tirol, una heladería necochense de nombradía.
Pero por sobre todas las cosas, y sin desestimar con esto los innegables méritos de los alfajores de Freddo (especialmente el de dulce de leche), encuentro una falla conceptual que es inherente al género en sí. El helado y la galleta-chocolate constituyen dos naturalezas divergentes, incompatibles. Es una incompatibilidad esencialmente térmica: el frío conspira contra la sensorialidad. Los helados cargan con grandes proporciones de azúcar para combatir este síntoma, pero un chocolate sin alteraciones, frío, pierde gran parte de su gusto. Por eso estoy terminantemente en contra del dulce de leche bombón y otras inventos análogos: bajo esas condiciones, cualquier bombón sabe a plástico.
Recuérdese el axioma: el alfajor es más que la suma de sus partes. Aquí no se cumple. Más bien, todo lo contrario. En lugar de la combinatoria positiva (llamémosla así) de los alfajores convencionales, en el caso de los alfajores helados se verifica una combinatoria negativa; es decir, los componentes se niegan uno al otro, surgen en distintas instancias, se opacan. Tal vez el Señor Frío lo sabía; tal vez tenía sus buenas razones, a fin de cuentas, para permanecer como un ermitaño en su recinto vedado.