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«Alfajor» de arroz

Reflexión crítica en torno a la esencia del «alfajor» de arroz y breve reseña de sus principales referentes.

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¿Cuál es la esencia del alfajor? A lo largo de décadas, filósofos, intelectuales e investigadores del Conicet se han afanado por dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta, sin otro resultado que el fracaso. Pero el tema, lejos de ser abandonado, suscita cada día más controversias. Hay un interés general por establecer los límites de su significado, y muchos consumidores parecieran haber asumido el compromiso moral de velar por un uso correcto, no abusivo, del término.

El marketing, en cambio, más rápido de reflejos, ha sabido explotar la indefinición y sin muchos escrúpulos se toma la libertad de catalogar como “alfajor” casi cualquier cosa que se componga de dos tapas y un relleno. El Código Alimentario, con la tibia y abarcadora descripción del artículo 761bis del Capítulo IX, parece hacerles la venia a los reformadores. “Se entiende por Alfajor el producto constituido por dos o más galletitas, galletas o masas horneadas, adheridas entre sí por productos, tales como, mermeladas, jaleas, dulces u otras sustancias o mezclas de sustancias alimenticias de uso permitido”. Los puristas ponen el grito en el cielo, se rasgan las vestiduras, claman contra la corrupción de los valores. Pero los “alfajores de arroz” (entre comillas, para no tomar partido) siguen proliferando, y cada día son más las marcas que contribuyen a engrosar la categoría.

Sin embargo, campea en todo esto una ironía: libertarios para modificar tradiciones ajenas, al interior de sus filas la doctrina se impone con la rigidez de la colimba. Es un deber observar ciertas reglas, definidas en su mayor parte negativamente: la unidad no deberá superar las 100 calorías (o no superarla por mucho; sobrepasar el número áureo escandaliza a la cultura del fitness) y no podrá exceder los 30 gramos, ni podrá contener harina (vade retro!) ni el grosor de todo lo que no sea arroz podrá rebasar el ancho de una moneda de dos pesos. Además, salvo en algún que otro excéntrico caso, se guardarán de respetar los ángulos rectos, que hacen las veces de uniforme militar.

Los puristas ponen el grito en el cielo, se rasgan las vestiduras, claman contra la corrupción de los valores. Pero los “alfajores de arroz” (entre comillas, para no tomar partido) siguen proliferando.

Entre tanta disciplina cuesta encontrar margen para el gozo. Pero entonces la gracia (si se admite que la hay) de los “alfajores de arroz” surge por contraste, en el choque violento entre el no-sabor puro y el sabor neto, que por aparecer en soledad, sin otros sabores opacándolo, una isla en un océano de arroz inflado (esa materia dudosa, a caballo entre lo comestible y lo tóxico… esa plancha masticable de telgopor chirriante), se nos presenta en su máxima potencia. Desde esta perspectiva, quien consume un chocoarroz asume eventualmente el ser del monje franciscano que, apartado de los placeres materiales del mundo, puede tomar una flor entre sus dedos (o para el caso una fina lámina de chocolate, o unas moléculas de dulce de leche) y percibir en ella toda la grandeza de Dios (o el Universo, para no excluir budistas, que los hay y muchos y especialmente entre los consumidores de chocoarroz).

Catador de alfajores ya no podía seguir dándole la espalda este fenómeno, y se propone entonces esbozar una modesta reseña de los actores (y actrices) más resonantes de la escena chocoarrocera.

Chocoarroz

El fundador de la estirpe, padre y madre de la categoría, engendradora de su nombre y de sus leyes. Fue inventado en 2009 por Mónica Hertz, y ya en la primera versión de su envoltorio aparecía impresa la palabra “alfajor”. En 2012, la empresa original, Deli Light, fue comprada por Molinos Río de la Plata. Recibieron un figurado reconocimiento público a la trayectoria cuando se conoció que el Ministro de Hacienda, de austeridad probada, sentía debilidad por ellos.

“Con más relleno”, anuncia el envoltorio. Debe ser un kōan zen, un absurdo que induce a la imaginación a concebir imposibles, a arrancarse de la racionalidad. Porque el único modo en que esta colación podría tener menos relleno es, directamente, prescindiendo de él. El estrato inferior más próximo en la escala cuantitativa es la no-existencia. Y no se priva el paquete de otra mentirita piadosa: lo que hay entre las dos tapas no es realmente dulce de leche, sino una suerte de mousse de dulce de leche, hecho con aceite de girasol, dulce de leche en polvo, aceite hidrogenado y los químicos de siempre.

¿Más dulce de leche? Mmm…

Su condición de precursor, y su fama, le aseguran al Chocoarroz un lugar en casi todos los kioscos, aunque probablemente sea, de las opciones que describiremos aquí, la menos interesante. A destacar: su baño de repostería semiamargo, y su mousse de dulce de leche, de mezquinas proporciones pero de sabor digno. La galleta “de arroz yamaní integral” es la menos crocante (única propiedad capaz de salvar, o de disimular, la insipidez de la tela gomosa porosa) de las cuatro que veremos.

Cachafaz

Como ya es costumbre, la mejor alternativa, pero también la más costosa, la ofrece Cachafaz. Es la única marca que usa chocolate genuino, que además de genuino es excelente. Así, efectúa el milagro proporcionarle a un “snack” de 28 insignificantes gramos (¡veintiocho!, tanto como cuatro monedas de dos pesos) algo de sustancia, de alma. Una razón de ser.

No llega tan lejos como para refundar la galleta de arroz, que en este caso, aunque un poco más crocante, sigue siendo tan desabrida como puede serlo una cosa comestible, pero en cambio el relleno de mousse de chocolate con café casi que redime o hace olvidar al poliestireno expandido. El mousse de Cachafaz (tanto en este caso, como en la variedad de limón, y desde luego en su verdadero alfajor de mousse) juega en las Grandes Ligas, no puede ni compararse con la crema de chocolate del resto de las golosinas argentinas; salvo, quizá, con la pasta del Ferrero Rocher. Por otra parte, es el “alfajor” más pesado (el menos ligero, en realidad) de los cuatro. El Chocoarroz, por ejemplo, pesa 25 gramos.

Choco Crunch

El Choco Crunch bate todos los récords: sus 20 gramos ya son una patología. Estos especímenes de color rojo causan grandes dolores de cabeza a los kiosqueros, que se ven obligados a apilarlos de a montones, con una piedra o algo así haciendo de pisapapeles, para que un soplo de viento no se los lleve consigo. Lo llamativo es que Gallo es una marca de Molinos, por lo que compite directamente con Chocoarroz.

Arriba, el Cachafaz. Abajo, el Choco Crunch.

De lanzamiento reciente, son más los afiches publicitarios que pueden verse que los ejemplares efectivos en circulación, aunque se consiguen sin mucha dificultad (en nuestro caso, pagándolo 30 pesos a los estafadores de Open 25: $1,50 por gramo). Su baño de repostería es el peor de los tres, por lejos, y su relleno (también de “mousse de dulce de leche”) tiene un “sabor” que hace juego con el sinsabor del corcho de arroz, o sea, la nada se camufla en la nada. Pero todas estas deficiencias se compensan (bah, compensar es un decir) con la galleta, que es de veras muy crocante y hasta se diría sabrosa, de una textura parecida a la de cierto tipo de galleta de cereal. Y es que claro: no es arroz inflado sino que están hechas con harina de arroz. Nadie podrá negarle el no tan honorífico título de alfajor de arroz porque, nominalmente, lo es; pero se sale de la convención (en buena hora).

Lulemuu

Sobre el final de tan desapasionada catación, dimos con una agradable sorpresa: el “alfajor” Lulemuu, creado por una empresa pequeña, bastante joven, a la que vale la pena seguir de cerca. Véase cómo, al interior de cada paradigma, el valor de los signos es puramente opositivo: cuando en 2009 apareció el Chocoarroz, su apuesta por la forma rectangular, acompañada de la auto-afirmación del ser alfajor, era una apuesta rupturista, polémica. Pero instalado el Chocoarroz, convertido en cánon, habiéndose instituido toda una categoría conforme a las leyes de aquel padre fundador, el retorno a la forma circular supone, ahora, nuevamente una ruptura.

También supone una ruptura la cantidad de relleno del “alfajor” Lulemuu, que comparada con las proporciones de sus competidores se puede calificar de voluptuosa. No en vano es el más calórico de todos (127 calorías, contra las magras 99 kilocalomarketings del Choco Crunch). Después, combina sabores archiconocidos, lugares comunes del kiosco: mousse de vainilla, bien logrado, linda textura, sabrosón. Y esa cobertura sospechosa, que se hace llamar “baño de repostería fantasía de yogurt sabor frutilla”, rica de todas formas. Con poco, pues, apenas con la transgresión de esa austeridad disciplinada, casi ascética, del club de los chocoarroceros, por la sencilla ley del contraste, esta variedad de Lulemuu se gana un lugar destacado en la tabla de posiciones.

Varias marcas quedan sin reseñar: Cereal Mix, Ser, Successo, entre otras. Pocos kioscos las venden, y se entenderá que con estos antecedentes no sintiéramos el estímulo necesario para andar por toda Buenos Aires en busca de no precisamente el Santo Grial del universo del alfajor.

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